Dios es soberano

Durante toda su niñez, María oyó palabras como éstas: “Tú eres una bestia horrible; mejor te hubieras muerto. Tú existes por accidente, y por culpa tuya tuve que casarme con tu padre. No vales nada; nadie te quiere.”

A menudo la mamá de María la encerraba en un ropero oscuro con las manos atadas y con un pañal sucio amarrado en la boca para que no se le oyera gritar. Allí la dejaron por horas sin comida, sin agua, y sin acceso al servicio sanitario. En otras ocasiones ataba a María al alambre para tender la ropa como si fuera un perro. La mamá extendía una sábana sobre los alambres del tendedero para que María tuviera un poco de sombra del sol abrasador, y la dejaba allí con una botella de agua y unas galletas. En esas ocasiones, María pasaba atada todo el día hasta que el papá regresaba del trabajo. 

En la escuela, remitieron a María a la sección de educación especial, pero no le enseñaron a leer ni escribir. Después, cuando cursaba secundaria, sus “amigas” la acosaban en los servicios sanitarios y la obligaban a consumir drogas. De esa manera, la introdujeron a un mundo de maldad. El conserje de la institución la violaba en la bodega. Pero a nadie le parecía importar. 

Desde su adolescencia, María fue internada en el hospital psiquiátrico tantas veces que perdió la cuenta. Cuando tenía ya más de treinta años, conoció a otro interno en el hospital con el que trabó amistad. Cuando le dieron de alta del hospital, se casaron. María buscaba desesperadamente amor y protección en su vida. Pero el matrimonio fue un fracaso y se volvió en una experiencia aun más desagradable que lo vivido en su niñez. Su esposo era miembro de un grupo satánico. Sólo por la misericordia de Dios logró escapar del despiadado control y coerción de su esposo.

¿Dónde estaba Dios?

María andaba huyendo de su esposo cuando la conocimos. Por miedo de él, le ocultaba su paradero. Nosotros la acogimos en nuestra casa por un tiempo y la ayudamos a renunciar los espíritus que su abuela le había asignado cuando era niña. Pero parecía que María no podía liberarse por completo de los poderes del maligno y no podía confiar en nadie. Llegó un día en que María abandonó nuestro hogar. Con todo, volvía a visitarnos una y otra vez. A través de los años, hemos podido enseñarle acerca de Jesús en muchas ocasiones. Hemos orado con ella por su liberación y sanidad.

Nosotros sentimos un profundo dolor por María y por los muchos otros como ella. Y tanto ella como nosotros nos hemos preguntado: “Dios, ¿dónde estabas cuando todo esto ocurría en la niñez de María? ¿Por qué le sucedió a ella? Dios, ¿por qué lo permitiste?”

Si Dios es soberano, ¿por qué permite la maldad?

Esto nos lleva a una de las preguntas más desconcertantes que jamás se haya hecho. El cristiano hace la pregunta de esta forma: “Si Dios es soberano como él dice, ¿por qué permite que persista la maldad?” Los incrédulos y los ateos dicen: “Si existe un Dios todopoderoso y amante, ¿por qué permite tantos abusos? ¿Por qué no le pone fin al sufrimiento? ¿Será verdad que Dios es soberano?”

¿Qué significa que Dios es soberano?

Dios indiscutiblemente tiene el dominio sobre todo. Él tiene dominio sobre todo en la tierra. Él tiene dominio sobre todo en el universo. No hay nada que no esté bajo el dominio de nuestro Dios, ¡absolutamente nada! Él domina los asuntos del ser humano también. Pero persiste la pregunta: Si Dios es bueno y si él tiene dominio sobre todo lo que sucede en el mundo, ¿por qué existe la maldad? ¿Por qué Dios no destruye al diablo para ponerle fin a la maldad y el sufrimiento?

Éstas preguntas se hacen muchas veces. Recordemos que nosotros somos seres finitos y que Dios es infinito. Sus pensamientos son tanto más altos que los nuestros como el cielo es más alto que la tierra (Isaías 55:8-9). Debido a nuestras limitaciones, muchas veces erramos en nuestras opiniones. Respecto a esto, Dios le dijo a Job: “¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría?” (Job 38:2). Aunque no somos capaces de contestar estas preguntas debidamente, consideremos algunos aspectos de la soberanía de Dios.

La soberanía de Dios en la creación

Dios, desde la eternidad, ha sido, y es, soberano. Su existencia siempre se ha caracterizado en forma de tres personas: Padre, Hijo, y Espíritu Santo. La perfecta armonía de las tres personas se ha demostrado desde la creación del universo hasta el día de hoy. En Génesis 1:1 dice: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Después, continúa Dios diciendo: “Sea la luz... Haya expansión... Júntense las aguas...Haya lumbreras... Produzcan las aguas... Produzca la tierra...”. Finalmente, Dios dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Todo fue creado en perfecta armonía de sus tres personas. Tal y como Dios lo planeó, así hizo todas las cosas como él quiso.

Ahora, llegamos a la pregunta: ¿Por qué nos creó Dios? Porque el Padre celestial quería una familia de hijos e hijas que fueran portadores de la imagen suya. Él derramó su amor y benevolencia sobre esta familia. ¡Qué plan tan infinito el de ser hechos a la imagen de Dios mismo! ¡Qué maravilla ser hijos del Dios Altísimo!

Sin embargo, el amor que no es recíproco no tiene sentido. Dios no nos hizo con el instinto de un animal o como un robot para amarlo y hacer su voluntad. Un aspecto de nuestra semejanza con Dios es la capacidad de escoger. A dicha capacidad de escoger la llamamos “libre albedrío”. Dios hizo a Adán y Eva con esa capacidad. Al poco tiempo, Adán y Eva tuvieron que tomar una decisión en la cual Dios no se interpuso. ¿Amarían a Dios y tomarían la decisión de obedecerlo, o escogerían según sus propios deseos? La Biblia dice que escogieron seguir su propia voluntad, y por eso la humanidad ha sufrido las consecuencias desastrosas de su decisión de desobedecer a Dios.

El pecado de Adán y Eva hizo separación entre Dios y el hombre e impidió esa relación. Sin embargo, en su soberanía, Dios ideó un plan de alcance universal por medio del cual se pudiera restaurar esa relación con su familia. El apóstol Pablo lo describe de esta manera: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:28-29).

El propósito de Dios es que seamos hechos conformes a la imagen de su Hijo para que seamos contados entre los muchos hermanos de Jesús. ¡Qué maravilla! ¡Ser hijos e hijas del Dios Altísimo, y compartir herencia con el Hijo es asombroso!

A nosotros nos toca escoger también, al igual que a Adán y Eva. Dios quiere que lo amemos a él. Él nos creó para que lo amemos. Pero la decisión de amarlo es una que cada uno de nosotros debe tomar. El amor verdadero es una decisión voluntaria.

Una analogía que Dios usa en su Palabra nos ayuda a entender mejor esta verdad. Repetidas veces se compara con el novio de su pueblo, la iglesia. Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella (Efesios 5:25). El hombre por naturaleza es el que conquista el amor de su novia. Lo hace por medio de mostrarle su amor. De esta forma, ella se convence de su capacidad de mantenerla y de hacerla feliz. El hombre no se gana el corazón de la mujer por medio de llegar a su casa de un modo machista, golpeando la puerta a medianoche y exigiendo que ella acepte su amor. No llega con amenazas, diciéndole: “Yo te amo, y si no aceptas mi amor, voy a desbaratar la puerta y tomarte a la fuerza para que seas mi esposa”. ¡Eso no es amor! Todos sabemos que el amor no se exige, sino que se gana.

¿Cómo sabemos esto? Lo sabemos porque somos hechos a la imagen de Dios, el que nos amó a nosotros primero. El hombre que busca una esposa hace lo que Dios le ha enseñado. El que en verdad sabe amar muestra su gentileza, su preocupación, su comprensión, su aprecio, y su amor por ella. No hay exigencias, ni amenazas, ni coerción. Y luego, la mujer decide si acepta su amor o si lo rechaza. Una relación por instinto de animal a modo de robot no es amor.

La soberanía de Dios y la responsabilidad humana

El gran Dios soberano creó al hombre y le dio una pequeña esfera de responsabilidad. Dentro de esa esfera de influencia, ejercemos el libre albedrío. El hecho de que podemos escoger significa que Podemos escoger el mal; podemos rechazar el amor de Dios. Al rechazar el amor de Dios, escogemos amarnos a nosotros mismos. Volvemos las espaldas al amor de Dios, a su luz, y a la vida que él nos ofrece. Rechazamos lo bueno, la belleza, y la virtud... Es decir, volvemos las espaldas a todo lo que es bueno. Hay maldad en el mundo porque el hombre ha escogido amar más las tinieblas que la luz (Juan 3:19). El hombre rechaza el amor que Dios le ofrece y escoge amarse a sí mismo en lugar de amar a Dios.

Dios en su soberanía, creó al ser humano con esa capacidad. Él no creó la maldad, pero en su soberanía sí creó al hombre con la capacidad de escoger entre lo bueno y lo malo. Y cuando escogemos lo malo, introducimos más maldad en el mundo, aunque sea en contra de la voluntad de Dios para sus criaturas.

Dios, en su soberanía, ha diseñado y establecido una pequeña esfera dentro de la cual el hombre ejerce el libre albedrío. Esa esfera siempre se encuentra dentro de la soberanía divina. Dios es soberano y siempre tiene la última palabra.

La soberanía de Dios y nuestras decisiones

Aunque Dios, el Creador nuestro, en su soberanía nos haya dado la capacidad de escoger entre el bien y el mal, él se reserva el derecho y la autoridad de determinar las consecuencias de nuestras decisiones. De hecho, las consecuencias de nuestras decisiones ya están determinadas en el mismo diseño de la creación. Se basan en el carácter y la persona de Dios y son inmutables, así como Dios es inmutable. Veamos a continuación algunas de esas características y las consecuencias de rechazar lo que Dios ha diseñado para el hombre.

Dios es amor. Si nosotros decidimos amar a Dios, aprendemos a amar. Pero, si rechazamos su amor para con nosotros, permitimos que entren en el corazón el egoísmo y el odio. ¿Qué sucede entonces? La maldad y el sufrimiento llegan como resultado de haber rechazado el amor de Dios.

Dios es luz. Si nosotros nos dirigimos hacia la luz y andamos en luz, aprendemos a amar la luz de la justicia y verdad. Por el contrario, si rechazamos la luz y le damos las espaldas, vemos la oscuridad y andamos en tinieblas. Llegamos a amar las tinieblas en nuestro deseo de ocultar las maldades que queremos hacer. Esto nos lleva a la ceguera y no nos percatamos que los sufrimientos que sufrimos y los sufrimientos de los que están a nuestro alrededor son resultados del pecado. El pecado conduce al sufrimiento.

Dios es vida. Si recibimos la vida, disfrutaremos de una vida de gozo y bendición. Pero si rechazamos la vida, morimos. Dios le dijo a Adán: “Porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). La muerte es el resultado o la consecuencia por rechazar a Dios, la fuente de vida.

Nosotros escogemos lo que vamos a hacer, pero Dios determina las consecuencias de nuestras decisiones. También nos advierte claramente cuáles son esas consecuencias. ¿Por qué? Porque él nos ama.

Los decretos del Soberano

El soberano Dios ha declarado: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). Nada ni nadie puede cambiar este decreto. Si escogemos vivir en pecado, tenemos que aceptar las consecuencias. Si nos volvemos a Dios arrepentidos y le damos la espalda al pecado, recibiremos la dádiva de Dios que es la vida.

El soberano Dios ha declarado: “El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto... El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden” (Juan 15:5-6). Nosotros somos los que escogemos; permanecemos en él o no permanecemos en él. Si decidimos permanecer en él, escogemos la recompensa que es rendir mucho fruto. Pero si buscamos nuestra propia voluntad y no permanecemos en él, escogemos la consecuencia de ser rechazados por Dios y sufrir el castigo eterno.

El soberano Dios ha declarado: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:27-28). Está en nosotros oír su voz y seguirlo, o no oír su voz y no seguirlo. La decisión queda en nuestras manos.

El soberano Dios ha declarado: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:12). A nosotros nos toca la decisión de escoger entre la vida o la muerte.

Lo que el soberano Dios ha decretado, nadie lo puede cambiar. Podemos tomar decisiones dentro de la esfera que Dios ha designado para nosotros, porque fue la misma soberanía de Dios que estableció dicha esfera. Pero hay que recordar que tenemos que aceptar las consecuencias.

¿Qué escogerás tú?

¿Escogerás tú servir al soberano Dios que te creó? Él te hizo porque deseó derramar sobre ti su infinito amor. Te creó con el propósito de que respondas a su amor. Te ha creado para que seas un amado hijo o una amada hija que le sirva a él. A la misma vez él te proveerá de “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad” (2 Pedro 1:3). Si decides no servir al soberano Dios, escoges el egoísmo, las tinieblas, y la muerte. La decisión queda en ti.

El soberano Dios dice: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Deuteronomio 30:19).

¿Dónde está el Dios soberano?

¿Dónde estaba Dios en la vida de María cuando su propia madre la trataba como si fuera un animal despreciado? ¿Dónde está Dios en la vida tuya cuando todo se trastorna con injusticias?

Aunque la injusticia y el sufrimiento sobreabundan en el mundo actual, Dios siempre sigue soberano sobre su creación. Él sí nos creó con el libre albedrío, como hemos visto. Nosotros somos los responsables por nuestros hechos y las consecuencias de nuestras decisiones. Lo cierto es que no todo el sufrimiento resulta de pecados personales, sino muchas veces de pecados ajenos. Pero pronto el soberano Dios cumplirá la redención que Jesucristo ganó en la resurrección. Entraremos en un mundo nuevo. Allí no habrá pecado ni sufrimiento, sino sólo justicia para siempre jamás. ¡Gloria, gloria al Dios soberano!

Tomado de: La Antorcha de la Verdad (noviembre - diciembre 2021)

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